De hecho transcurren los años y uno ni se da cuenta que escoger es elegir. Entre el helado de chocolate y el de limón parece que no hay más que una intuición.

Eso termina con los años, cada decisión parece una compleja maraña de miedos y angustias, todo bien orquestado desde el exterior, que si mi mamá piensa, que si mi papá ordena, que si mi amiga así le hizo, que si aquel tiene que mirarme.

Un día te levantas con los ojos hinchados de tanto llorar y te preguntas cómo carajos llegaste a ese lugar tan lleno de dolor e insatisfacción. Puede que sea un trabajo, puede que sea una relación, no importa, la frustración siempre duele con la misma intensidad.

Entonces puedes quedarte nadando en tus lágrimas o salir y echarte al sol sin mayor pena. Eso es elegir.

Si no nos creyéramos el cuento de que al crecer debemos someter la intuición de otra cosa se hablaría.

Porque más que pensar y pensar, darle vueltas al asunto e ir por la vida preguntando 'tu qué harías', nos sentáramos unos minutos a intuir sabríamos qué hacer sin mayor dificultad.

Hace poco, tomé una decisión. Elegí vivir con un hombre de esos que son maravillosos, con una sonrisa tierna y muy a menudo jacarandosa, y unos ojos que revelan la inmensidad del mar.

Tiene unos chinos donde puedo guardar mi cabeza completa, así que no cabe duda que me siento segura.

Lo pensé mucho, hasta que deje de hacerlo y me dedique a sentir, con él la vida es como el susurro de un mar en calma, en el que puedes nadar sin miedo a que una ola te arranque la vida.

Lo mejor de todo es que puedo elegir. Me siento a llorar y se queda junto a mí apretando mi mano y si me pongo a reír, qué cosa, los vecinos han de pensar que estamos locos, y no se equivocan.

Valió la pena esperar. Que pasarán los años y una y otra vez llegarán a mi vida momentos donde tuve que recorrer sitios a oscuras, en llanto, con la única finalidad de aprender a tomar decisiones. Valió la pena elegir.